De los panes y los peces
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| Rubén Domínguez dirige un entrenamiento | Pontevedra CF (X) |
Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que Pasarón navegó con la música suave del menottismo. El Pontevedra de Yago Iglesias no entendía la victoria sin la belleza, dominaba cada metro del campo desde la armonía, la precisión, el reparto de alturas, el juego con los espacios, triangulaciones que parecían coreografías... Cada partido era una sinfonía perfectamente elaborada. Los granates bailaban con el balón, y los rivales trataban de alcanzarlos.
Fue un ascenso brillante, limpio, un viaje en el que el Pontevedra no solo ganó: enamoró, abrazando la idea del juego como sinónimo de espectáculo.
Pero la 1ª RFEF no entiende de romanticismo. Es un océano más bravo, más ingrato, dispuesto a tragarse a quien confunda belleza con necesidad. Y fue ahí donde apareció Rubén Domínguez, con su maleta cargada de convicción y un punto de austeridad que todavía lastra al equipo: del bloque del ascenso solo quedaban seis, la plantilla tardaba en cerrarse, el ruido alrededor crecía... y la traumática salida del ribeirense flotaba como una fragancia difícil de ocultar.
Rubén tomó el timón en medio de la niebla, sin palabras de artificio, sin discursos románticos, sin promesas vacías. Llegaba, simplemente, a trabajar.
La pretemporada sirvió como anticipo. Donde antes había una sinfonía delicada, ahora sonaba el heavy metal. Donde antes se buscaba belleza, ahora primaba el pragmatismo. El de Ourense, más cercano a la tesis bilardista, sustituía la batuta de director por el cuaderno de ingeniero: líneas rectas, soluciones prácticas, estructuras que se sostienen incluso cuando falta cemento. Competir y ganar con identidad propia.
Así nació un equipo distinto; uno que no pretende ser un óleo barroco, sino un bloque de granito. Que no busca enamorar, sino vencer, pasando el foco del cómo al qué, poniendo el colectivo en primer plano. El Pontevedra de Rubén Domínguez es un equipo de autor en un sentido diametralmente contrario al de Yago, como diferentes son sus escuelas. Donde una concibe el fútbol como una obra de arquitectura, la otra lo hace como una ingeniería de urgencias: cada pieza ajustada al milímetro, cada movimiento pensado para acercarse a ganar, cada decisión subordinada al resultado.
Y es que también hay belleza en eso. En lo funcional. En lo resolutivo. En lo que se sostiene incluso cuando sopla el vendaval. Ayer, en Vigo, esa idea se manifestó con una claridad bíblica; fue una de esas victorias que nacen de la escasez y se expanden desde la convicción.
El Pontevedra llegaba como quien entra a un desierto con una cantimplora medio vacía: sediento de victoria, pero falto de recursos. Alain Ribeiro y Vidorreta fuera de sitio, obligados a interpretar papeles que apenas habían probado a ensayar. Un Miguel Cuesta que sigue demostrando su valía reinventado como lateral. Un Dani Selma por el que nadie parece esperar, por no mencionar las bajas en defensa.
Pero el equipo pareció reconocerse más que nunca en la adversidad. Alentados por los cientos de pontevedreses que invadieron el feudo vigués, los granates tuvieron fe. Fe en el plan. Fe en el grupo. Rubén, con la naturalidad de quien multiplica milagrosamente cinco panes y dos peces para alimentar a miles, ofreció un equipo valiente, con personalidad. Un conjunto sólido, que salió a Balaídos con la idea de ser menos directo que otras veces, tocando con criterio para atraer abajo la presión, y acto seguido romper arriba con velocidad. Control en campo propio, vértigo en campo rival.
La sensación era la de que el Pontevedra estaba más cómodo, tirando de oficio, evitando errores innecesarios. Arriba seguía faltando chispa, con un Comparada algo solo en el duelo con los centrales, un Luisao que trataba de poner electricidad y un Alex González que, con los desdobles de Miguel, amenazaba por fuera y por dentro. Pero el punto extra de peligro lo ponían las internadas de Tiago, descolgándose para aparecer desde segunda línea. Suya fue la más clara del primer tiempo, más allá del palo de Yelko y el posterior rechace de Vidorreta.
El Celta puso una marcha más, tirando de sobrado talento, y tras la ocasión de Tiago llegó el primero. Óscar Marcos golpeó desde fuera del área en un desajuste, demostrando la excelsa condición técnica de los canteranos. Pero el Pontevedra no se rindió. Yelko Pino, en otra actuación sobresaliente, se puso a los mandos, canalizando el juego de los suyos. Y en el último suspiro del primer tiempo, el '10' sirvió un caramelo con música para Alain, que puso las tablas en el marcador. Un premio a su meritorio partido y a balón parado, faceta que debe ser fundamental en lo que está por venir.
Los cambios de Fredi se toparon con un Pontevedra enchufado en la reanudación, que siguió compitiéndole de tú a tú al segundo clasificado. El filial olívico dominaba la pelota, y los granates las sensaciones. El desequilibrante Hugo González reflejaba la frustración local, encontrándose una y otra vez con una defensa sobria, a gran nivel: Montoro, Alain, un Bosch erigido en mariscal...
Los de Rubén olieron la sangre en un rival que nunca llegó a estar del todo cómodo, castigando sus espacios. Pablo Gavián cortó un centro de Alex con la mano y ahí llegó Brais Abelenda. El delantero no perdonó el penalti, desatando la locura entre los desplazados.
La veteranía, la fortaleza defensiva y el acertadísimo criterio para no hundir las líneas, permitieron al Pontevedra sostener la reacción celeste, con un Edu Sousa estelar que abortó las opciones de peligro. El equipo, plasmando la voluntad de su entrenador, no perdió en ningún momento la valentía, y pudo ampliar la renta en una vaselina frustrada de Brais. Los minutos se sucedieron y los de Rubén, ensalzando la palabra equipo, sellaron una victoria sensacional.
Rubén ha construido un equipo que pone el foco en el fondo, en el propósito. Un Pontevedra que no promete espectáculo —aunque algunos disfruten más con Iron Maiden que con Coldplay—, pero sí competitividad. Porque el triunfo en Balaídos se convierte en un mensaje; incluso cuando no tiene, encuentra. Así trabaja Rubén Domínguez: reuniendo los pedazos, organizando la carestía, convirtiendo parches en certezas. Optimizando la materia prima. Cada día más líder del vestuario, cada partido más dueño de una idea que ya se reconoce desde fuera. Lucha, humildad, rigor, solidaridad...
Pero, al mismo tiempo, es importante que los árboles dejen ver el bosque. Se necesitan refuerzos. El tremendo esfuerzo de plantilla y cuerpo técnico debe verse recompensado con un trabajo, como poco, igual de importante desde la directiva del club. Ayer el Pontevedra ganó sin adornos, sin lujos, sin florituras. Ganó con lo imprescindible. Pero a veces puede que lo imprescindible no sea suficiente; que los panes y los peces no se multipliquen.
Rubén Domínguez ha demostrado que con poco puede hacer mucho, pero con más podría hacer muchísimo. Este grupo ya ha pagado con creces su derecho a recibirlo.

Muy, muy bueno em estilo y muy acertado
ResponderEliminarExcelso!
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