Yago Iglesias y el Pontevedra: Un viaje inolvidable

                      Yago Iglesias celebra el ascenso. Cervera-Mercadillo (Diario de Pontevedra)

En el fútbol, como en la vida, hay etapas que se explican únicamente por los resultados obtenidos. Ciclos que nacen, crecen... y se van, una vez conseguidos los objetivos preestablecidos. Sin dejar huella. Sin profundidad. En un deporte cada vez más alejado del sentimiento, sin tiempo para tocar corazones ni madurar procesos, la victoria es el pan de cada día; ese criterio insalvable encargado de medir, en frío, el éxito o el fracaso de sus protagonistas. 

Algunos, como Bilardo o Mourinho, siempre lo tuvieron claro, enfocando su labor como entrenadores en la consecución del triunfo por todos los medios habidos y por haber, haciendo buena la famosa máxima de Maquiavelo por la que el fin excusa los medios. Pero en una disciplina dominada por el racionalismo extremo, por el pragmatismo más exacerbado, el propio Johan Cruyff se encargó de recordar la misma esencia del fútbol... que no es otra que la del espectáculo: “¿Jugar para ganar o para disfrutar? Se trata de un debate falso (...) Ganar siempre debe estar relacionado con pasarlo bien”

Hace ya dos años, el Pontevedra CF, uno de esos clubes centrados en la supervivencia, en los dilemas del día a día, antagonista por antonomasia de la "cultura de proyecto", decidía otorgarle las riendas del equipo a uno de esos locos románticos; un enamorado del fútbol que había abanderado desde su debut en los banquillos la importancia del proceso, ensalzando el cómo sobre el qué. Yago Iglesias llegaba como una plasmación de la tesis cruyffista, incapaz de separar la victoria de los principios, el triunfo del estilo. El juego, de la belleza.

En un Pasarón abonado al sufrimiento, cuando no a la apatía, el técnico ribeirense llegaba a un club inmovilista con voluntad transformadora. Convencido, como César Menotti, de que el fútbol es un hecho cultural, lo hacía con el objetivo del ascenso, sí, pero con el sueño de construir algo grande, capaz de trascender. Consciente de que el arte de crear es siempre más complejo que la herramienta de destruir, el ex de Compostela y Zamora, acompañado de su inseparable Alex Otero y del agudo Jonatan Fernández, debía hacer frente a la variable cortoplacista desde su óptica innovadora, esto es, implantar su sello de identidad con la premura suficiente para no notar en los resultados el necesario proceso de asimilación. 

La primera fue una campaña de ajuste y progreso. El núcleo duro que continuaba de la temporada anterior, comandado por un Yelko que entró como anillo al dedo en el esquema del técnico, con el experimentado Churre en defensa, el correcaminos González en banda izquierda y el veterano Rufo en la delantera, fue aprendiendo, con las incorporaciones, una nueva idea; un idioma que no todos entendían al principio, pero que con el tiempo acabó por conquistarlos, abrazándolo sin restricciones.

Y es que desde las primeras jornadas el respetable de Pasarón fue testigo de un equipo que siempre quería tener la pelota, desde la salida hasta la zona de finalización, con el talentoso Samu Mayo como primer arquitecto y el genial Yelko Pino como director de orquesta. Ante un público más aficionado al vértigo, al heavy metal, Yago implantó un modelo cercano al "juego de ubicación", con triangulaciones que permitían al bloque viajar con la pelota, basculaciones rápidas para explotar el lado débil con la velocidad y el desequilibrio de Chiqui y una continua búsqueda y utilización de los espacios, con el inolvidable Dalisson de Almeida como pieza clave en el juego interior, poniendo la chispa de inventiva y acelerando en tres cuartos de campo, haciendo alarde de su visión y golpeo y siempre con la portería en mente. Pero el disfrute ofensivo iba de la mano del comportamiento sin pelota, pues en la mente de Yago fase ofensiva y fase defensiva están intrínsicamente ligadas, y su Pontevedra nunca negoció la presión tras pérdida.

El barco zarpó y la travesía, en este primer tramo, no estuvo exenta de dificultades, con dos rivales que pusieron las cosas difíciles como Zamora y Ourense CF. La falta de contundencia en las áreas —récord de palos incluido— y la debilidad en las transiciones defensivas, así como algún que otro episodio de dudas en la gestión de los momentos de partido, fueron debes puntuales que lastraron parte de las opciones del equipo, que no pudo mantener la velocidad de crucero con la que terminó la primera vuelta. Es cierto que existían carencias, como la falta de un extremo diestro puro que obligó a Bastos a pisar esa zona —dando lugar a las bandas asimétricas—, con Garay haciendo de central/lateral siempre diligente en defensa y con buena salida de pelota. El rendimiento del argentino fue sobresaliente en sus dos temporadas. Sea como fuere, finalmente el Ourense CF de Rubén Domínguez, nuevo entrenador granate, se llevó la liga con un final inmejorable. Y el Pontevedra, tras apear al filial del Zaragoza, no pudo vencer a un Betis Deportivo excelso, comandado por el brillante y prometedor Jesús Rodríguez.

Un bache en el camino, pero el viaje continuaba. Porque mientras el aficionado medio se quedaba en el resultado inmediato, Yago sabía que los primeros cimientos estaban construidos, en un primer año de implantación; de pulir hábitos, de asentar la idea. De plantar una semilla. Hubo una minoría escéptica, impaciente con el proceso, pero el de Ribeira tenía una misión: convertir en creyentes a los ateos.

Y esta temporada, la semilla brotó con fuerza. El Pontevedra de Yago dejó de ser una promesa para convertirse en una evidencia, en un equipo de autor, una orquesta sinfónica capaz de interpretar a la perfección la partitura ideada por su entrenador, sumando piezas interesantísimas destinadas a paliar carencias, como en el caso del cañón Héctor Hernández, o ampliar horizontes, como el dinámico Iago Novo, el cumplidor Fontán, el prometedor Igor o el trabajador Cambil (que dotó al equipo de una robustez importante fuera de casa, en un perfil similar, aunque más posicional, al del currante Toño Calvo, que se fue tras un gran final de temporada con su ida y vuelta). Por no hablar de Pelayo Díaz, que llegó con la campaña iniciada para elevar exponencialmente el techo del equipo, asentándose como un mariscal perfecto para el modelo de juego: rápido, contundente, bien colocado y con una concentración asombrosa. Un central correcto en salida de pelota e ideal tanto en la defensa de área como a campo abierto, con metros a su espalda, sosteniendo al equipo en campo rival. 

El Pontevedra, con la columna vertebral Pelayo-Samu-Yelko-Dali se mostró al mundo como un equipo coral, reconocible desde el primer pase, agresivo sin balón y dinámico con él. Presión tras pérdida más coordinada, un punto más de verticalidad, salidas desde atrás variadas y trabajadas al milímetro, personalidad... El equipo dominaba mejor aún los partidos y llegaba de más formas al área. Además, en enero sumó la calidad y la inteligencia de Brais Abelenda, el "hijo pródigo", y la velocidad de Miguel Cuesta. Pero no eran solo automatismos: era comprensión del juego y comunión entre cuerpo técnico y plantilla, con unos futbolistas empapados de la idea y un Yago Iglesias impregnado de granatismo, convertido en un faro de esperanza para una afición tradicionalmente exigente, falta de ídolos.

Lo que de verdad hizo especial a este equipo no fue solo su fútbol o los primeros puestos en mil y una métricas. Fue su jerarquía, su personalidad. Su fidelidad a la idea. Esa que tuvo a jugadores como Parejo o Darder corriendo detrás de la pelota. Hasta el mourinhista más convencido quedó impresionado por la capacidad del Pontevedra para emocionar desde el juego, con esa simbiosis entre futbolistas y desde la repetición invisible de las pequeñas cosas bien hechas. El Pontevedra de Yago no solo ganó —y vaya si lo hizo—. Convenció. Transmitió. Recordó que este deporte, pese a la dominancia resultadista, sigue teniendo potencial movilizador, el poder de conectar a una ciudad entera. 

Marcelo Bielsa dijo que "en cualquier tarea se puede ganar o perder, lo importante es la nobleza de los recursos utilizados". Yago lo demostró, optimizando cada uno de los mimbres a su disposición, creando el mejor ecosistema para que el talento germinara. Y la Copa fue su consagración, con una declaración de intenciones ante el Levante, una demostración de madurez frente al Mallorca y, finalmente, un acto de fe contra el Villarreal. El equipo, sin complejos, miró a los ojos a rivales de Primera y los tumbó con argumentos. No con épica desordenada o resistencia numantina, sino con fútbol. Con convencimiento. Jugando bien, pero también bonito. De eso se trata.

Como definió un servidor tras la victoria frente al Villarreal, el Pontevedra lo logró bordando un fútbol similar a un hechizo infinito; un encanto que evoca todo aquello que soñamos, sentimos y vivimos. Todo aquello que esperamos del fútbol... pero que pocas veces nos devuelve. 

Ahora toca empezar de nuevo, remar todos juntos en la nueva y compleja travesía que se avecina. En una categoría de máxima exigencia. Toca emprender otro viaje de crecimiento con un técnico válido, preparado, con un estilo propio y que llega con toda la ilusión del mundo por hacer las cosas bien, más allá de lo que pueda evidenciar, en clave club, un cambio tan abrupto y repentino de perfil. Más allá de una nueva demostración del empecinamiento en repetir errores pasados. Rubén no debe pagar los vicios reiterados de la zona noble del club.

Con la marcha de Yago, lo que queda no es solo el balance de logros —que ya sería suficiente—, sino el recuerdo de cómo se lograron. Porque Yago Iglesias es más que un ganador. Es un constructor: de equipo, de identidad, de cultura. Un técnico que devolvió a Pasarón algo que parecía perdido: el orgullo de reconocerse en su equipo, priorizando la forma sobre el fondo. Porque al fútbol se puede jugar de muchas formas, pero solo algunas dejan huella. Y la de Yago es profunda: contagió al vestuario, se imprimió en la grada y elevó el listón emocional y futbolístico de todo un club, que dominó de cabo a rabo su categoría y se permitió asumir el papel de David contra Goliath, dialogando con la épica.

Dos años después, los caminos se separan. Lo que comenzó como un sueño de ascenso, se convirtió en una experiencia colectiva: en un viaje extraordinario que ya permanece esculpido en el imaginario colectivo granate.

Gracias, Yago, por enseñarnos que se puede ganar disfrutando. 

Por recordarnos por qué nos enamoramos de este juego.

Por mostrar al mundo que, al final, lo más importante no es la meta, sino el camino realizado. Y este fue realmente inolvidable.

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